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Apuntes sobre Bioética
Notes on Bioethics
Capítulo
II: APUNTES SOBRE BIOÉTICA
En: Escohotado, A.
(1997). Retrato del Libertino. Editorial Espasa Calpe.
ANTONIO ESCOHOTADO
Símbolo de rigor e independencia
para las generaciones jóvenes. A. Escohotado, Madrid 1941, combina
cultura enciclopédica, vida rica en aventuras y dominio de los recursos
expresivos. Jurista, filósofo y sociólogo, traductor de Hobbes, Newton y
Jefferson.
APUNTES
SOBRE BIOÉTICA
Cómo cuidar la vida de nuestro cuerpo.
Agradezco a quienes han organizado esta Semana de Filosofía que
me encarguen disertar sobre un tema tan apasionante, pues con cincuenta
y seis años a cuestas -que desde luego no transcurrieron entre
algodones, en parte por embates del exterior y en parte por excesos propios-,
algo sé por experiencia sobre cuidar (o descuidar) la vida del
cuerpo.
Podría ir contándoselo despacio, destapando poco a poco
l-as cartas, pero creo que será mejor empezar por el final, para
ver luego sus porqués y sus cómos. Pienso, pues, que cuerpo
y alma son una misma cosa, que toda salud o dolencia es básicamente
psicosomática, y que cuidar la vida de esta unidad inseparable
equivale a proteger sus fuentes de alegría. Entendida en sentido
spinozista -como aquello que aumenta la capacidad de obrar-, la alegría
es imposible si no nos aplicamos a vencer el miedo, manifestación
primaria de la tristeza, que reduce nuestra capacidad de obrar.
El miedo tiene mucho de inevitable, porque la vida personal resulta casi
ridículamente frágil, y la vida humana en particular es
pura tragedia: el niño pregunta una sola vez a sus padres -«¿moriré
yo?»-, y esa pregunta, jamás repetida, nunca deja de resonar
por todas partes. Desde entonces vamos cobrándole apego a algo
efímero, y si no encontramos manera de fundar el amor propio también
en alguna forma de desapego caemos en un sentimiento de progresiva aprensión
-la hipocondría, que arruina de antemano no ya la alegría
sustancial, sino una mínima dignidad cotidiana.
Me contaba, por ejemplo, mi abuela que un tío suyo no tocaba los
picaportes en invierno sin ponerse un guante, para no enfriarse, y que
se sentía incómodo si alguien hojeaba cerca de él
un periódico, por las corrientes, aunque acabó muriendo
de pulmonía antes de cumplir los cuarenta. El lado cómico/patético
de su esfuerzo no debe hacernos perder de vista que lo peor de su vida
era sin duda todo el resto, pues quien se preocupa a tal punto
de no enfermar anda siempre encapsulado, sin otra existencia que la suya,
asido a algo inasible, tratando de usar a los demás en todo momento,
a la vez que incapaz de servir a nadie en momento alguno.
En el extremo opuesto de mi tío bisabuelo, que en paz descanse,
hallamos a gente, como Alejandro, obstinada en equilibrar la tragedia
con la épica. Ciertamente, pocos humanos llevaron tan lejos como
él su batalla contra el miedo, y pocos alcanzaron parejas cotas
de cumplimiento. Sin embargo, aunque ni seamos ni queramos ser el miedo
o nos conformaremos con una existencia reducida, donde ser y nada resultan
por completo intercambiables. Nuestros ancestros paganos lo describían
con una expresión singularmente feliz: ...et propter vitam vivendi,
perdere causas, que se traduce por: «y para seguir viviendo,
perder las razones que justifican vivir». Esto lo destacaba, por
ejemplo, Plinio el Viejo a propósito de la muerte autoprovocada.
Pero no basta tenerlo presente para la última hora, pues es a cada
paso, minuto a minuto, donde ganamos o perdemos el combate con la hipocondría.
En otras palabras, no hay salud sin denuedo, sin arrojo, como tampoco
puede haber devoción o siquiera afecto hacia otros. Junto a su
vertiente exterior, relacionada con los poderes mundanos, en ese denuedo
es fundamental una vertiente interior, de querer saber los sentimientos
que uno lleva dentro (para hacerse capaz de aceptarlos o -al menoselevarlos
a la conciencia), que allí donde falta condena al disimulo y, finalmente,
a padecer de «los nervios». Pensemos, por ejemplo, en la envidia,
definida por Spinoza como ánimo en cuya virtud alguien se alegra
por el mal ajeno, y se entristece por su bien (tina envidia que en francés
se dice jalousie, con un término cuyo significado incluye
inseparablemente los celos). ¿Cuántos hay en esta sala que
se reconozcan envidiosos -como se reconocerían golosos, lujuriosos
o ambiciosos, y cuántos no han albergado jamás ese ánimo,
o -cuando mucho sólo han sentido esa envidia llamada «sana»,
que viene a querer decir simple emulación? Envidio desde luego,
y muchísimo, a estos segundos.
Poco hay que decir del denuedo en su vertiente externa. La autonomía
es lo menos gratuito de este mundo, y si no se conquista cotidianamente
lleva en seguida a situaciones de agravio y servidumbre. Sólo hubo
y hay tiranos porque otros prefirieron y prefieren rendirse al miedo antes
que correr el riesgo de luchar. Sin embargo, ser mortales nos asegura
que, en última instancia, nadie ni nada podrá esclavizarnos
indefinidamente; de ahí que la más extrema crueldad sea
impedir esa liberación, en los casos donde el suicidio no responde
a un arrebato pasajero.
Al mismo tiempo, tampoco se trata de cantar la bravura como Homero y los
antiguos poetas. Estamos en un tiempo distinto, donde sobran todo tipo
de bravatas y artes marciales, un tiempo donde no parece haber mejor forma
de combatir el miedo que trazar nítidas lindes entre valentía
y temeridad. En vez de vencer al miedo, el temerario hace sabotaje al
sentido común y al instinto de conservación, granjeándose
una cantidad de dolor normalmente proporcional a su imprudencia.
Por su parte, el dolor no es una anticipación de aflicciones, sino
la aflicción misma en estado actual. Graduado desde la mera sensación
molesta a loS abismos del tormento, esta causa universal del miedo merece
tomarse mucho más en serio que él, y nuestro organismo así
lo hace, con pasmosa puntualidad: cuando algo va mal, duele, a la vez
que se liberan arialgésicos internos, producidos y almacenados
para eso mismo. Semejante a la astucia de la razón mencionada por
Hegel -que extrae positividad de lo negativo-, hay una especie de astucia
del dolor, que aflige y mata, pero también informa y llama al alivio.
Sin sus señales nuestro aprendizaje sería mucho más
lento y abstracto, y estaríamos expuestos a la destrucción
en una medida incomparablemente mayor. De ahí que lo horrible por
excelencia, el talón de Aquiles de todo sistema nervioso, sea también
su privilegio en el concierto cósmico, su salvavidas y su testigo
más fiel.
Los torturadores consiguen que el dolor alcance intensidades letales,
y que sea rigurosamente absurdo. Pero su odiosa actividad es excepcional,
y mientras no caigamos en manos de alguno de esos monstruos el dolor de
cada cual tendrá siempre algún sentido, aunque sólo
sea mover a no sufrirlo un segundo más.
1
Vayamos ahora a la aplicación prosaica de estos principios. El
primero -la naturaleza psicosomática de salud y enfermedad- debe
tomarse flexiblemente, como casi todo, pues un catarro o unas anginas
son afecciones donde el ánimo parece influir mucho menos que en
el asma o la impotencia. Sin embargo, el desánimo no es un factor
despreciable jamás. Para evitar el círculo vicioso de qué
viene antes o después, limitémonos a constatar que hay microbios
y virus por doquier, aunque sólo ciertas personas -y en ciertos
momentos precisos padecen alguna infección suya.
Importa ante todo no caer en una simplificación localizatoria,
que finalmente concibe la vida de cada individuo como si en el fondo fuesen
dos: él mismo y su cuerpo. Nuestras almas flotarían a modo
de aura invisible en torno a un esqueleto, soporte para un sistema de
vísceras y músculos, conectado mediante capilares y envuelto
por una capa de piel. La primera versión completa de semejante
perspectiva aparece en los siete libros del De humani corporis fabrica,
publicado por Andrea Vesalio en 1543, alguna de cuyas bellas láminas
-con cierto aire de Durero en el trazo- probablemente habrán visto
casi todos ustedes, ya desde la escuela. Hasta Vesalio, que fue médico
de Carlos I, nadie había estudiado tan a fondo el cadáver
humano.
Pero Vesalio pertenece a su tiempo, que está marcado -en Descartes,
en Galileo, luego en Newton- por una rigurosa escisión entre lo
pensante y lo extenso, lo ideal y lo material, las fuerzas y las masas,
el soberano y el pueblo. Tanto se confiaba entonces en este divorcio que
todo lo corpóreo se consideró inerte, movido mecánicamente,
y se explicó por el procedimiento del análisis, que descompone
un sistema en partes y subpartes. Huyguens acababa de inventar el reloj
de cuerda, cuya articulación de engranajes y muelles podía
desmontarse y montarse cuantas veces fuese preciso, y el universo entero
se entendía como un colosal cronómetro, puesto a punto por
el divino relojero.
Obsérvese, sin embargo, que los seres vivos permiten desmontar
-esto es, diseccionar- con casi tanta sencillez como en el caso de una
máquina. Lo que resulta inviable del todo es montar de nuevo, recomponer.
De ahí que lo orgánico gustase muy poco durante cuatro largos
siglos; no era reversible, como el péndulo imaginario de Galileo;
no obedecía a la arquitectura de los cinco sólidos regulares
de Euclides; no
seguía líneas rectas, circunferencias, elipses, hipérbolas
o parábolas, que eran las curvas geométricamente admisibles;
no se dejaba prever con mínima exactitud. Al contrario, era básicamente
una sustancia fluida, que se movía animada por torbellinos y otras
turbulencias, como el agua y el aire, que desafiaba al determinismo mecánico
con una especie de invención continua, como si en vez de autómatas
inertes los organismos fuesen psicosomas o fusiones de lo pensante
y lo extenso, contrarias al equilibrio fundamental del reino físico.
Andando el tiempo, esa extraña forma de ser acabó llamándose
neg-entropía o entropía negativa, pues crea orden
a partir de la inestabilidad, disipándose, y actualmente la ciencia
del caos -geometría
fractal de la naturaleza, termodinámica del desequilibriopermite
contemplar el universo de muy otra manera.
Sin embargo, el nuevo paradigma científico no ha informado aún
esa parte del supuesto autómata físico que tan minuciosamente
describe el De humanis corporis fabrica y recorremos la vida con
el dualismo cartesiano a cuestas. Habitados por un fluido de ánimos,
ese torbellino de gustos y disgustos se superpone como un fantasma subjetivo
al objetivo mecanismo de relojería que representan huesos, tendones
y glándulas. Si nos sentimos mal, será cosa de localizar
el trastorno en algún punto de las láminas que dibujan el
esqueleto, el sistema circulatorio o el digestivo, imaginando que dicha
representación no es representación -y, por tanto, metáfora,
pues la metáfora reside sólo en nuestro lenguaje y nuestros
sueños. Ese interior exterior, puramente espacial, se contrapone
al río temporal de sensaciones como lo verídico a lo fabulado,
hasta hacer que al término nuestro estado -saludable o enfermizo-
no dependa tanto de lo que hacemos y sentimos como láminas donde
parece residir nuestro ser real. Ojo con la perspectiva vesalista del
funcionamiento. Su relación con la vitalidad no es mayor que la
relación que guarda una fotografía con lo fotografiado;
creer otra cosa lleva a separar alma y cuerpo, confundiendo al viviente
con su cadáver.
2
Esbozado esto sobre lo anatómico en general, queda el segundo de
los principios, a saber: que la salud es básicamente un ánimo
-la alegría-, cuya presencia incrementa la capacidad de obrar.
La medicina de orientación científica, que se remonta a
la escuela hipocrática, nació con la expresa finalidad de
entender naturalmente la naturaleza, prescindiendo de causas mágicas
o sobrenaturales para explicar los fenómenos, y negando la virtud
curativa de cualquier sacrificio transferencial -entiéndase de
cualquier chivo expiatorio, dos rasgos prácticamente universales
hasta entonces en casi todas las demás escuelas de sanadores. Ni
ensalmos ni encantamientos ni milagros ni corderos u otros seres vivos
que con su inmolación laven las impurezas del mundo. Este noble
propósito de los hipocráticos se complementaba con la premisa
primum non nocere («ante todo, no dañar») ,
y con una noción del buen ánimo (la eu-phoría)
situada en los antípodas del puritanismo. Se atribuye al propio
Hipócrates haber dicho: «Conviene dormir sobre algo blando,
entregarse al coito cuando se presente ocasión, embriagarse ocasionalmente.»
Galeno, siete siglos después, sigue fiel a estas directrices, y
define al médico como «servidor de la naturaleza individual».
Con la derrota del paganismo a manos de los cristianos, no sólo
los médicos sino los expertos en botánica medicinal y farmacia
se hicieron sospechosos, bien de tratos con potencias satánicas
o de ajenidad con respecto a la sagrada fe. En la transición de
la alta a la baja Edad Media los remedios más empleados son -por
este orden- cirios votivos, agua bendita, cuerno de unicornio molido y
polvo de momia egipcia; los clérigos se encargan de administrar
las dos primeras medicinas al vulgo, y avispados mercaderes las segundas,
cuyo exorbitante precio hace que estén reservadas a los opulentos.
Todavía en tiempos de Isabel y Fernando la Corona exige pasar exámenes
(entre otras cosas, de religión) a médicos y boticarios
de estirpe hipocrática, mientras exime de ello a ensalmadores y
terapeutas de otras escuelas, considerados más «competentes».
Por entonces toda Europa piensa que la mejor medicina es la doméstica,
heredada de generación en generación, y se considera desastroso
-para la salud y para el bolsillo- acudir a terapeuta alguno antes de
haber ensayado detenidamente el arsenal de remedios caseros. Lo mismo
dice Petronio en el Satiricón, y lo mismo opinaban los griegos
-incluyendo a Hipócrates y Galeno. Esta situación empezará
a cambiar poco a poco, al ritmo en que se desanuda el vínculo entre
la Iglesia y el Estado, pues el vulgo sigue siendo vulgo o rebaño,
entidad requerida de pastores, y las tareas antes encomendadas al estamento
sacerdotal irán siendo encomendadas al terapéutico.
El primer colegio médico se crea en 1518, como consecuencia del
monopolio que la Corona inglesa le concede de otorgar licencias para ejercer
en el área de Londres, ya partir de este momento se inicia también
un duro y largo combate gremial, que, por una parte, opone a médicos
y boticarios {exigiendo éstos que aquéllos no elaboren ni
vendan drogas a su clientela} y, por otra, opone el binomio de médicos-boticarios
a todos los demás terapeutas {herboristas, drogueros, curanderos,
cosmetólogos, chamanes}, que andando el tiempo recibirán
el apelativo genérico de «matasanos», perderán
su derecho a elaborar y dispensar drogas, y acabarán siendo sencillamente
borrados del ejercicio legal de la cura.
Para cuando esto suceda -a comienzos del siglo XX- se ha invertido de
modo espectacular la vigilancia del alma por la vigilancia del cuerpo.
Durante milenio y medio fue cosa evidente que nadie debía leer
o escuchar pensamientos sin autorización de su director espiritual.
Luego será evidente que nadie debe tratarse o medicarse sin autorización
de su director somático. El crimen previo -que era interpretar
autónomamente las Escrituras- deja de ser tal crimen, si bien aparece
entonces el crimen nuevo de automedicación o mera tentativa de
tal, incluido en los códigos penales de casi todos los países
del mundo como consumo o posesión de drogas ilícitas, y
como auxilio al suicida. Movidos a ello por una lógica política
de control, y por intereses profesionales, los hipocráticos pasan
así del destino previsto por Galeno «servidores de la naturaleza
individual»- al de comisarios para una salud tan impuesta como cargada
de ideología, donde la eutanasia ya no es sacrílega pero
sí delictiva, por ejemplo, o donde los aguardientes son artículo
de alimentación y el alcohol etílico un producto de farmacia,
pero plantas mucho más nutritivas y medicinales (como la adormidera,
el arbusto del coca y el cáñamo) son venenos sin utilidad
alguna, cuyo cultivo hace de alguien un delincuente. No es casualidad
que el primer nombre de la psiquiatría fuese medizinal polizei.
Como cabía esperar, esta evolución impuso cambios en el
concepto de alegría o euforia, que ahora iba a ser culpable -y
punible- cuando proviniese de automedicación. Pero más cambio
aún supuso a la hora de concebir su opuesto, la tristeza, y en
particular la tristeza fijada sobre nuestro propio cuerpo que es el ánimo
hipocondríaco, la aprensión. En vez de preconizar como fuente
de salud el denuedo -y recordarán que combatir al miedo es el tercero
de los principios mencionados al comienzo-, una medicina convertida en
inspección obligatoria adquiere formas e ideales indiscernibles
ya de la antigua administración eclesiástica. Tal como el
ministro pronunciaba la misa en latín, para una feligresía
que ignoraba por completo semejante lengua, el doctor pronuncia su diagnóstico
(pronostikós decía Hipócrates) en una jerga
no sólo terminológica sino sintácticamente abstrusa,
para conmover con su ciencia a la clientela. Tal como los clérigos
predicaban la culpa y profetizaban el castigo divino, salvo para quienes
confesasen y comulgasen asiduamente, los médicos actuales predican
la aprensión yel sufrimiento mortal anticipado, salvo para quienes
acudan con asiduidad a sus consultas y se sometan a exhaustivos análisis
periódicos.
Fijémonos un instante en los dispensarios de la seguridad Social.
Prescindiendo de los niños, cuando menos la mitad -y probablemente
dos terceras partesde quienes recurren asiduamente a sus servicios son
personas que entran en el cajón de sastre llamado «trastornos
funcionales e insomnio», tan adoctrinadas hoy en el consulte
a su médico como hace medio siglo lo estaban en consulte a
su confesor. Tras familiarizarse con su historia, un clínico competente
y honrado podría decir a ese tipo de paciente: «Mire, la
vida está llena de achaques, sobre todo a partir de los cuarenta
y tantos. Veo que ha ido a muchos especialistas, que lleva mucho tiempo
atiborrándose de fármacos, que se ha operado de varias cosas,
y que espera de mí que le descubra algo todavía no detectado
por mis colegas, gracias a lo cual podría sentirse realmente bien.
Pero no conozco tratamiento capaz de suprimir sus molestias, sin riesgo
de provocar otras mayores, y si estuviese en su lugar acudiría
a un psicoanalista, o trataría de psicoanalizarme yo mismo.»
Puede ser que los médicos rara vez aconsejen esto -combinándolo
con la lectura de grandes éticos, como Epicteto y Marco Aurelio-
por delicadeza hacia el paciente, que quizá se sintiera herido.
Sin embargo, no dejará de ser cierto que semejante actitud ocasionaría
también cientos o miles de billones en pérdidas a la corporación
más boyante de nuestros días. Aunque cada Seguridad Social
se ahorrase la mitad o más de sus costes, una multitud ingente
de laboratorios, visitadores, farmacéuticos, hospitales, clínicas,
médicos y demás personal terapéutico iría
a la quiebra, al paro o a la subocupación.
3
Sugiero que mientras no aceptemos la naturaleza esencialmente psicosomática
de las dolencias -o, cuando menos, de muchas dolencias- seguirán
engañándose vanamente a sí mismas infinidad de personas,
seguirán creciendo inmensas corporaciones como la terapéutica
en su modalidad actual guiada básicamente por un fraudulento lucro),
y seguirá aumentando una aprensión cada vez más inconcreta
y constante en cada individuo. A mi juicio, son tres inconvenientes no
despreciables en absoluto. Pero quizá lo más atroz de omitir
ese componente psicosomático sea que priva al ser humano de su
parte en el proceso que padece. Anclada a la perspectiva vesalista, que
concibe la enfermedad como acción de agentes externos sobre un
cuerpo reducido a mecanismo, la generación de nuestros abuelos
y bisabuelos fue diezmada sin misericordia por la tuberculosis o «consunción»,
como se decía entonces, con un término que sugiere ser devorado.
El devorador era un microorganismo -el bacilo de Koch-, que rarísima
vez dejaba escapar a su presa.
Arrostrando feroces ataques de su gremio, Carl Gustav Jung propuso a mediados
de los años treinta que una alta proporción de los tuberculosos
eran enfermos psicosomáticos, aquejados de terror tanto como de
infección, y desde 1950 -aunque el bacilo sigue existiendo en proporciones
comparables {como corresponde a una bacteria que reside en el ganado bovino,
tan extendido por toda la tierra)- sólo un porcentaje ínfimo
de quienes dan positivo en tests de tuberculina sucumben. Se dirá
que la causa del enorme cambio fue la estreptomicina, el antibiótico
más antiguo después de la penicilina; pero esos bacilos
llevan décadas siendo resistentes a la estreptomicina, y aunque
se empleen nuevos antibióticos las condiciones materiales de vida
{higiene, alimentación) parecen hoy decisivas. A fin de cuentas,
es un hecho que la tuberculosis dejó de ser una enfermedad siempre
mortal cuando en vez de concebirse como consunción debida tan sólo
al microbio de Koch -mirando desde la óptica de Vesalio- se empezó
a concebir como resultado de factores psicosomáticos y externos
también. Esta segunda forma de verlo daba margen de acción
al paciente, mientras la primera limitaba ese margen de acción
al terapeuta.
Luego vino aquella curiosa teoría de los años cuarenta y
cincuenta, desconocida para quienes no superan hoy la cincuentena, según
la cual el cáncer no era sólo cierto quiste o atrofia con
tendencia a crecer, sino una enfermedad contagiosa -concretamente, viral-,
que liquidaba con la lógica de una peste. Lo recuerdo siendo niño
y mozalbete, mientras mis padres y los otros mayores susurraban que a
fulano o mengana le habían descubierto «algo», y nadie
osaba proferir siquiera su nombre. Para prevenir esa epidemia apareció
por primera vez el retroviral AZT, invento de la entonces pequeña
Wellcome, que se repartió generosamente -y diezmó a muchos.
Durante un par de décadas, el cáncer fue la más destacada
causa de muerte en países industrializados. Convenía ir
al médico, desde luego, a analizarse y obtener el oportuno diagnóstico
(cosa recibida normalmente por su familia), pero no había cura
alguna. Si la persona tenía dinero, había probabilidades
de que pasase sus últimas horas con un analgésico potente,
como la mal vista morfina. En otro caso, era inevitable encomendarse a
la divina misericordia.
Por entonces empezaban a mejorar espectacularmente los tísicos,
y poco a poco fue ganando fuerza la idea de que el cáncer no era
algo de origen vírico ni, por tanto, contagioso. Nunca se dijo
esto en primeras planas de periódicos, ni en las escuelas técnicas
y universidades, pero el AZT volvió discretamente a los almacenes
de su fabricante. A medida que el mundo industrial, productivo, se tornaba
mundo financiero, consumístico, empezaron a ensayarse las primeras
terapias de choque (ablación, radio y quimioterapia), y casi sin
darnos cuenta la nueva peste dejó de serlo. Ya no sólo dependía
de un inescrutable destino, apoyado sobre el diagnóstico del especialista,
sino también de la actitud y la conducta de los damnificados, de
su ánimo, y las estadísticas empezaron a cambiar. Cuatro
décadas más tarde, hoy, el cáncer no es la principal
causa de muerte en países desarrollados.
¿Qué ha cambiado en las células cancerosas? Nada,
salvo el protocolo de su reconocimiento. Cada vez más, los pacientes
reciben por sí mismos -no a través de un entorno que murmulla
aterradamente- cierto diagnóstico que estimula a la acción,
en vez de estampar sobre sus espaldas el símbolo del condenado.
En realidad, sabemos hoy que nuestros glóbulos blancos devoran
gustosamente ese tipo de célula, y que sólo allí
donde no lo hacen -esto es, donde no lo hacemos nosotros, los individuos-
aparece la enfermedad. Pero suele pasarse por alto que el crecimiento
de dichas células implica una independización de cierta
parte con respecto al resto, y que la cura no puede depender sólo
de reducir el ritmo creativo en la parte independizada, sino de elevarlo
también en las demás. Dicho con otras palabras, el tumor
tiene algo de parte operante, que se resiste al abatimiento o dejación
del resto, y amenaza con devorar un organismo ya minado por la desidia;
en cualquier caso, devorarlo desde dentro, por implosión, no debido
al asalto de agentes externos.
Si se comparan con el resto, las células de un tumor son indudablemente
monstruosas distintas por forma y capacidad de división} , pero
en modo alguno indeseables por fuerza, como prueban los hibridomas secretores
de anticuerpos monoclónicos, que son células obtenidas extrayendo
el núcleo de ciertos linfocitos e insertando allí el núcleo
de una célula cancerosa, gracias al cual se hacen virtualmente
inmortales. Esos hibridomas se emplean -ya hace tiempo para reforzar defensas
específicas frente a cada tipo de tumor. La fulminante morbilidad
del cáncer no sólo ha decrecido de modo tan notable porque
ahora se ensayan curas heroicas1,
sino porque esas curas ponen en la disyuntiva de vivir o vegetar, querer
la salud o simplemente no querer morir.
Apliquen semejantes parámetros al síndrome de inmunodeficiencia
adquirida, que se lanzó como castigo providencial para homosexuales
y drogadictos, y que en la última década ha fulminado a
unos diez millones de adultos en el mundo. A diferencia del tuberculoso,
que empezaba sintiéndose muy débil y tosiendo sin pausa,
el infectado por VIH no sólo no se siente mal, sino que ni siquiera
está enfermo en sentido clínico. A diferencia del canceroso,
no es posible detectar en su cuerpo tumor alguno. Con todo, el análisis
dice que alberga un virus mortal, cuyo período de incubación
puede durar años. ¿Cuántos años? Un máximo
de cinco, se dijo al principio; cinco años más tarde el
estamento médico dijo que podrían ser diez, y hoy se habla
de quince o diecisiete. Por si eso fuese poco, resulta que ciertas personas
-como algunas rameras africanas son «resistentes» al VIH.
Al igual que la tuberculosis y el cáncer en otros tiem pos, el
estamento sostiene que es una afección puramente somática,
objetiva, donde noinfluyen ni factores ambientales ni hipocondría
ni tolerar la presencia de sentimientos insanos para cualquier espíritu.
Pero si bien la medicina hace unós mil experimentos por minuto
en el planeta, a ninguna clínica parece habérsele ocurrido
que era y es posible medir la evolución del sistema inmunológico
en dos grupos de control compuestos por voluntarios: uno que -dando positivo-
recibe un diagnóstico de negativo, y otro que -dando negativo-
recibe un diagnóstico de positivo. Eso calibraría la toxicidad
del diagnóstico en sí, factor que una y otra vez se pasa
por alto.
Hipócrates, padre de la terapéutica científica, concebía
el diagnóstico como algo hecho para mejorar la salud de
un paciente, y tanto él como los demás médicos antiguos
quedarían atónitos si viesen cómo ahora se llama
diagnóstico la costumbre de profetizar una muerte a plazo fijo,
reforzando ese pronóstico con un tratamiento a base de cierto veneno.
Luego resulta que ese concreto veneno era inútil (salvo para enfermar
más aún, confirmando el diagnóstico entre sujetos
recalcitrantes), y quizá incluso que además de haber vacunas
y otros remedios -ambientales y psicosomáticos, cómo no-
aquel microorganismo no era la única e ineludible causa del morir.
Afortunadamente, ese parece ser el caso también con el sida, que
de enfermedad incurable ha pasado a clasificarse como crónica,
y presenta visos de poder curarse radicalmente.
Tengamos presente que a la crueldad intrínseca del criterio vesalista
se suma hoy la lógica adaptada a un expolio corporativo inaudito,
sin precedente en los anales de la terapéutica. Concluida la guerra
fría, esa lógica sugiere a la humanidad comportarse de forma
inhumana con el apestado prójimo, arruinando su libido con prácticas
de sexo seguro -como si tuviese sentido besar a través de la cortina
de la ducha, y acariciarse con guantesy, por supuesto, comprando AZT al
precio de las mejores esmeraldas, lo cual ha convertido a la antes humilde
Wellcome en la más grande compañía farmacéutica
mundial, con mucho. Infinidad de laboratorios podrían hacer esa
y otras drogas, quizá eficaces para el cuadro de síntomas
llamado sida, y hacerlas incomparablemente más baratas.
Pero eso significaría socavar el fabuloso negocio de la enfermedad.
Durante milenios, el interés objetivo de la medicina fue la salud,
porque los seres humanos pagaban a sus médicos mientras estaban
sanos, y exigían cuidados gratuitos tan pronto como apareciese
alguna dolencia. Hoy no sólo les pagamos antes y después
de enfermar, sino que una parte importante del gremio terapéutico
se especializa en hallar dolencias que todavía no existen, y convertirlas
en indiscutible realidad. Aunque quieran en principio curar, el peculio
de terapeutas y laboratorios resulta directamente proporcional a que detecten
y traten lo incurable. Así sucedió con la tuberculosis y
el cáncer, así sucede con el sida.
No es aventurado suponer que el negocio de la enfermedad irá descubriendo
plagas incurables cada una o dos generaciones, aunque a veces los agoreros
resbalen con la cáscara de su propio plátano. ¿Recuerdan
ustedes, por ejemplo, el revuelo organizado a propósito del virus
ebola o -bastante antes- con el herpes genital? Pavorosamente contagiosas,
radicalmente definitivas, absolutamente ajenas a lo que cada uno es en
términos psicosomáticos, estas dolencias recibieron miles
de primeras páginas; los responsables de la sanidad oficial pidieron
inmediatas cuarentenas, y sus acólitos llegaron a hacer proyecciones
de futuro tan asombrosas como las que hemos visto hacer a propósito
del sida: en algunos años, un tercio o una cuarta parte de la humanidad
iba a estar infectada. Con todo, ¿han visto ustedes en miles de
primeras páginas -o siquiera en una- titulares que sencillamente
digan: «Hay estupendos remedios sintomáticos para el herpes
genital», y «No existe motivo de alarma en relación
con el virus ebola»?
Cedamos a los vendedores de pánico el tono apocalíptico
y los tintes demagógicos. La enfermedad no sería un formidable
negocio si la aprensión no fuese un formidable vicio de estos tiempos.
Nos ha tocado vivir una época donde la autoridad de la fe pasó
a ser autoridad de la ciencia y, a pesar de algunos inconvenientes y amenazas
nuevas, estamos en el mejor de los mundos conocidos. Como las demás
ramas del saber humano, la medicina ha hecho fantásticos progresos,
y la especie está en deuda con innumerables terapeutas y asistentes
suyos, no sólo capaces de curar o aliviar dolencias, sino de permanecer
junto al dolor y la muerte. Esa es la magnanimidad que corunoverá
siempre. Mis reparos a la situación actual se ciñen a los
aspectos precisos antes esbozados, y podrían resumirse con una
tosca imagen: no sigamos comportándonos como ovejas apacentadas
por lobos, que antes llevaban sotana negra y ahora portan bata blanca.
La salud es nuestra incumbencia también, aunque el ser humano
sea un animal gregario, y hasta ahora haya depositado su propia custodia
en otros. Ayer me contaba un conocido que cierta amiga de su madre le
preguntó «qué tal», y cuando él repuso
«bien» ella -muy sorprendida- inquirió: «¿Quién
te lleva?» Evidentemente, aquella mujer pensaba en un médico.
Con todos mis respetos por la dama, mi propuesta es que osemos llevarnos
nosotros a nosotros mismos, siquiera sea en las partes practicables del
camino.
4
Sólo me queda mencionar, muy a grandes rasgos, cómo cuido
la vida del cuerpo propio. Por suerte o desgracia, nunca me he operado
de nada. La última vez que acudí a un médico -porque
estaba amarillo, y era mi segunda hepatitis- fue hace veintiséis
años. No he encontrado hasta ahora ningún mal que no remitiese'
con ayuno y sueño, salvo unas anginas con fiebre alta hace un par
de décadas, y unas purgaciones algo antes, que se fueron ambas
con los antibióticos recomendados por el farmacéutico.
Siempre he sido casi inapetente, dado a picar antes que a comer como dios
manda, y a tomar notables cantidades de miel, yogur, pan, ajo y aceite
puro (oliva virgen, por supuesto). Migas, callos y guisos donde haya abundante
tocino son mis favoritos para el invierno, y todo el año tengo
gazpacho o ajo blanco en la nevera, porque caen al menos dos tazones cada
día. Ni antes ni hoy soporto dos bocados de algo que no esté
elaborado con esmero, y partiendo de una materia prima decente; a la comida
basura respondo con rigurosa frugalidad, tratando de encontrar alimentos
alternativos. Cuando era joven hacía veinte flexiones seguidas
por la mañana, y me parecía mucho; ahora mi espíritu
de sacrificio ha crecido, y lucho -casi siempre vanamente- por llegar
a las cuarenta cuando cae la tarde, ante el espanto o la sorna de familiares
y amigos. Como llevo tres décadas viviendo en o muy cerca del campo,
hago una hora o así de leñas, con sierra y hacha. Creo que
sienta bien forzarse a fondo algunos minutos todos los días, o
al menos tres días por semana; y por a fondo entiendo llegar casi
al límite de la resistencia física, cuando el corazón
empieza a latir tumultuosamente. De ahí que -en natación-
prefiera la mariposa a la braza, aunque la mariposa de un cincuentón
sea patética.
No se crean que me encuentro bien, pero tampoco me encuentro mal a menudo.
He tomado bastantes dro. gas psicoactivas desde los veinticinco años,
por afán de conocimiento, por simple gusto y por vicio. Esto último
sólo me acontece con el tabaco, pues fumo compulsivamente desde
los quince, a veces has~a tres paquetes diarios; es una vergüenza,
que no consigo evitar sin que la avidez calmada por el cigarrillo se me
transforme en pésimo humor y ganas constantes de comer cuando lo
dejo. Creo que gracias al tabaco puedo ser frugal (y, por tanto, exigente)
con los alimentos, evitándole al pobre aparato digestivo las porquerías
hoy habituales.
Bien porque estuviese investigando sus efectos -solas y en combinación
con otras- o bien porque se me calentaba la boca, he atravesado intoxicaciones
de alcohol, opiáceos, estimulantes, éter, cloroformo, tranquilizantes,
somníferos, neurolépticos y algunas otras sustancias, a
veces con vómitos, náuseas, temblores, sudor frío,
neuralgia, fiebre y la sensación de ir a morir. Pero nunca necesité
atención ajena. Hace mucho aprendí a tratar las resacas
con sueño, tomando un hipnótico tan pronto como despertaba,
y en ocasiones otro al despertar de nuevo, para conseguir doce o quince
horas de total reposo. Para las ebriedades o intoxicaciones siempre he
procurado rotar los productos, evitando más de algunos días
seguidos con cada uno, y la formación de tolerancia. Así
me aseguro tomarlos por placer, curiosidad o conveniencia, en vez de por
costumbre o por evitar una reacción abstinencial.
Evidentemente, no tengo la meta de vivir mucho, sino la de vivir a secas.
De hecho, pienso que -para el ser humano- las formas naturales
de fallecer son o morir de viejo o suicidarse, y espero tener el coraje
de practicar con el ejemplo; eso no excluye sufrir achaques dolorosos,
incluso durante muchos años, mientras tenga algo que hacer y pueda
hacerlo, sin convertirme en una carga indigna para los míos. El
et propter vitam vivendi perdere causas -recuerden: «y, por
seguir viviendo, perder las razones que justifican vivir» me tiene
convencido. Prefiero, pues, el placer a la voluntad. Pero dejar de beber
unos días, o un año justo, hacer algún ejercicio
agotador cotidianamente, elegir o preparar buenos alimentos, me proporciona
una estupenda sensación de amor propio y cuido, que equilibra un
poco los momentos de autodesprecio y desidia. El organismo habla elocuentemente
-a través de mil síntomas y hasta en sueños-, siendo
tarea nuestra .escuchar esas expresiones, y entender las más perentorias.
Poco remedio tiene, desde mi perspectiva, quien recurre por principio
a otros para ese entendimiento.
Pero hay veces donde no basta saber oírse así -psicosomaticamente-,
y actuar en consecuencia, veces donde es preciso acudir al médico.
y para ese caso conviene un médico que sea amigo, o bien médico
de verdad -persona con ojo clínico-, cosa que para nada nos asegura
la exhibición de un diploma en su pared. Emst Jünger, cuyo
apellido significa «el más joven», aunque haya cumplido
con buena salud y envidiable lucidez sus ciento dos años, resume
lo esencial cuando dice:
En todo momento y en todo lugar del cambiante paisaje están
escondidas fuentes primordiales de energía, y por debajo de los
fenómenos fugaces hay manantiales de abundancia [...] El
soberano que dispensa una salud extraída de residencias inexpugnables
no es el médico, sino el enfermo. y él, el enfermo, sólo
está perdido cuando pierde acceso a esas fuentes.
REFERENCES
1 Esto
es, procedimientos que -aun pretendiendo atacar sólo al tumor-
agreden gravemente al organismo entero, hasta el extremo de obligarle
a encontrar una unidad global más enérgica o sucumbir deprisa.
Aunque esté implícito en tantas terapias antiguas, fue Paracelso
-el mayor
médico del Renacimiento- quien de manera explícita pensó
la enfermedad como autonomización de alguna parte, que sólo
se reconduciría a una
colaboración con todo el resto amenazando a ese resto, e invocándole
así a ponerse al servicio de la «totalidad».
©
Antonio
Escohotado
Retrato del Libertino
http://www.escohotado.org
www.humanmovement.com
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